jueves, 7 de noviembre de 2013

Los zorzales de nuestros hijos


Ya es un secreto a voces que la llegada de zorzales a nuestro territorio poco tiene que ver con la que numéricamente se venía dando años atrás. Actualmente no se conoce ningún estudio que muestre que causas actúan para que poco a poco se vayan viendo menos pájaros. De hecho, los datos aportados por SEO/Birdlife en el programa de seguimiento de aves invernales Sacin no son aún de gran utilidad, ya que se vienen registrando desde 2008 [1]. Además, sus muestreos son llevados a cabo por voluntarios y no desarrollan una metodología específica, algo necesario en una especie con una movilidad invernal tan compleja como la del zorzal [principalmente zorzal común (Turdus philomelos) y zorzal alirrojo (Turdus iliacus)].

No obstante, hay una cosa muy clara, la presión cinegética sobre los zorzales se ha multiplicado exponencialmente en los últimos años. Esta pequeña ave ha pasado de ser una especie que no merecía ni un cartucho para la mayoría de cazadores, a convertirse en una de las piezas más codiciadas de la menor. La decadencia de la perdiz roja, y de la caza menor en general, ha empujado a muchos aficionados a redirigir su pasión hacia este túrdido. Sin embargo, no parece que el mencionado descenso haya llevado aún la preocupación a nuestros círculos cinegéticos; prevaleciendo el entusiasmo ante una temporada que se abre o los análisis locales de la situación (“en mi pueblo se siguen cazando muchos”).

Resulta curioso como a falta de estudios científicos, cosa que tienden a hacer los países avanzados, la opinión se eleva como argumentario de la actual situación. Así, en foros y artículos de opinión pueden leerse verdaderos disparates de la talla de: “ponen redes en el mar y los atrapan por miles”, “ya no hace frío en Europa y no bajan” o “los pájaros se acuerdan en que lugares los tiraron el año pasado y se van a otro sitio”. Pero más allá de los bienintencionados análisis que algunos aficionados al zorzal puedan hacer, hay una cuestión fundamental: ¿se puede gestionar igual el aprovechamiento cinegético de una especie cuando la cazan 10.000 escopetas que cuando lo hacen 100.000? Aunque la cifra es una mera estimación improvisada, la respuesta es NO. Para ser consciente de lo que implica la afirmación anterior habría que redefinir correctamente el prostituido término gestión. La gestión de la caza del zorzal no consiste en colocar los puestos en los lugares de paso, ni tampoco en ampliar la temporada para poder disfrutar de unas cuantas jornadas de caza más. Resulta que gestionar un recurso cinegético, como lo es el zorzal, implica hacer un inventario metodológicamente serio para, en función de la población que acude anualmente a nuestro territorio, decidir cuantos podemos cazar cada temporada. Esto de la gestión no es algo caprichoso, sino que permite asegurar en el tiempo la salud de la población, y por lo tanto, la continuidad de su caza. También conviene saber que el criterio que define cuantos deben cazarse no puede basarse ni en nuestra opinión, ni en la de los responsables de caza de las correspondientes autonomías; sino que debería regirse a los estudios llevados a cabo por técnicos e investigadores especializados en la materia.




La dinámica en la que estamos inmersos hoy en día, que parte de la ausencia de gestión, conlleva que sigamos cazando el zorzal como si nada pasara. De esta forma adoptamos el cómodo discurso de que las migratorias no son solo cosa nuestra, que los cupos son para los tontos, y que si el vecino la hace pues yo también, faltaría más. También seguiremos mirando para otro lado con la expansión de los reclamos electrónicos, donde la belleza del reclamo artesanal queda eclipsada por los que compensan con tecnología ilegal su mediocridad como cazadores y como ciudadanos. Por supuesto que tampoco tendremos en cuenta los miles de zorzales que cada año caen en ballestas en numerosos pueblos de nuestra geografía; y no con la inocencia del paisano que quiere hacerse un arroz, lo cual es comprensible, sino con la intensidad del que hace carne para vender a bares y otros interesados. Tampoco se nos ocurrirá cuestionar los negocietes fáciles de las tiradas organizadas, donde el billete manda y los cupos no tienen validez. Ya saben, “la caza como generadora de riqueza” [2], ¿pero a costa de que?

El final es previsible. Dentro de unos años llegará un annus horribilis del zorzal en el que todos nos echaremos las manos a la cabeza. Entonces algunos se aventuraran a decir que ya no hace el frío de antes y los pájaros se quedan en Rusia, ¿les suena? Otros dirán que han cambiado sus querencias radicalmente, que ahora entran por Portugal y viven escondidos en los huecos de los olivos, por eso no los vemos. Los más ortodoxos volcarán sus críticas contra los ecologistas y escribirán sobre la obsesión de estos contra la caza del zorzal. Y al cabo de unos años es probable que se acabe hablando de moratoria y nos situemos en el punto en el que ahora nos encontramos con la tórtola común.

A nosotros nos gusta más otro final. Aquel en el que la administración dedica recursos a la gestión de la especie, y no abre la temporada como si estuviéramos en 1989. Un futuro en el que se contratan más técnicos y se dedica más presupuesto a las secciones de caza y pesca autonómicas. Un futuro en el que se apuesta por la investigación científica y no por la opinión, utilizando los impuestos de los ciudadanos para financiar centros de investigación cinegética [3] [4] y no para privilegiar a bancos y grandes empresas [5]. Entonces las federaciones de caza reclamarían con vehemencia lo anterior, además de contención y responsabilidad a sus federados. En resumen, un movimiento que apostaría por una caza racional y tecnificada que nos alejase de la deriva en la que estamos inmersos. De esta forma nuestros hijos disfrutarían de una de las más bellas modalidades de caza, y nunca tendríamos que decirles mirándoles a los ojos que una sociedad irresponsable e individualista les privó de tan maravillosa experiencia, la caza del zorzal.




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