sábado, 27 de junio de 2015

El descaste del conejo y la lógica cinegética






Como cada año con la llegada del verano se reanuda el descaste del conejo, un periodo de caza menor de apenas un mes de duración que, sin ser especialmente espectacular, nos reencuentra con el campo y nos obliga a volver a sacar los bártulos del armario. A diferencia de la temporada general, la ausencia de perro, las altas temperaturas o la abundancia de pasto hacen que la caza estival del conejo sea algo tosca y poco llamativa. Sin embargo, volver de nuevo al monte en un momento del año en que este rebosa vida no tiene precio. Así, poder disfrutar de los vuelos de las polladas de perdices o del canto matutino de la codorniz son algunas de las situaciones que bien merecen el madrugón que exigen las temperaturas de junio y julio, ya que a partir de las 10 de la mañana cazar se hace insufrible. Por otro lado, el descaste permite reecontrarse tras varios meses con amigos y compañeros de cuadrilla que, debido a los ritmos de vida que la mayoría sufrimos, solo es posible mediante la experiencia cinegética compartida.





En términos de gestión, el origen del descaste del conejo surge como medida de control poblacional de la especie que, con carácter excepcional, se aplica en aquellos lugares donde sus densidades generan daños relevantes en los cultivos agrícolas (viñas, cereal, frutal, etc.). Asimismo, el control de su abundancia es también contemplado como una medida que minimice el grado de contagio de las enfermedades Mixomatosis y Neumonía Hemorrágico Vírica, las cuales producen anualmente un importante número de bajas [1]. En todo caso, este periodo de caza forma parte ya de la cultura cinegética de la España más mediterránea, en la que a día de hoy el conejo viene siendo el protagonista de la mayoría de los morrales [2].


Por otro lado, el aprovechamiento estival del conejo de monte permite visibilizar con claridad el concepto de sostenibilidad cinegética y las virtudes sociales y económicas propias de la actividad. Así, cualquiera que conozca zonas con cierta abundancia de conejo donde su caza no se practica por diversos motivos, habrá podido observar la existencia de grandes oscilaciones interanuales en su densidad a pesar de no hacerse ningún aprovechamiento de la especie, algo común por ejemplo en las zonas linceras [3]. Estos cambios en la abundancia anual del conejo son debidos en gran medida a su elevada capacidad reproductiva, así como a su dramática susceptibilidad a las enfermedades mencionadas anteriormente. De esta forma, la dinámica poblacional de la especie está vinculada esencialmente a ambos factores, siempre que las condiciones estructurales de su hábitat se mantengan estables, y siendo de mucha menor incidencia el resto de elementos presentes. Precisamente, el descaste del conejo implica básicamente la extracción un pequeño porcentaje de conejos de cada población objeto de aprovechamiento, que de no producirse sería fruto de las enfermedades o diluida en las mencionadas oscilaciones poblacionales. Este periodo de caza cumple así su labor de reducir los daños agrícolas y en ningún caso hace peligrar la viabilidad poblacional de la especie, pudiendo quedar el porcentaje de conejos cazados a la altura de los consumidos en ese mismo periodo por predadores habituales como zorros o búhos.


  
 
Dicho lo anterior, existe una creencia demasiado común entre las personas ajenas al mundo de la caza, lo cual ha movido en gran parte la elaboración de esta entrada, y es la de interiorizar que salir con una escopeta al campo implica cazar por defecto un porcentaje elevado de los conejos que allí se encuentran. Con toda probabilidad esta percepción se da debido a la falta de información acerca de lo expresado en el párrafo anterior, asi como de todo aquello que rodea la caza de esta especie, ya que obviamente nada más lejos de la realidad. En aquellos lugares donde el conejo de monte alberga escasa densidad, conseguir cazar alguno de estos roedores se convierte en una gesta heroica. Así, en estos casos encontrar algo más que alguna de sus escarbaduras o excrementos es ya un éxito, lo que además suele producir que los cazadores dediquen sus energías a cazar otras especies o su caza directamente se abandone o sea marginal. De hecho, en estas zonas el descaste no es autorizado. Del mismo modo, en los lugares donde la caza estival del conejo es practicada debido a su alta densidad, tampoco se registra un gran número de piezas abatidas sobre el porcentaje total de las poblaciones existentes. Factores como el abundante pasto presente en este periodo (lo que dificulta el lance y facilita que el conejo se escabulla), la imposibilidad de ir acompañados de perros o la existencia de numerosos vivares en los que una gran parte de los conejos se refugian al oír el primer disparo, hacen que el número de ejemplares abatidos sea reducido respecto al total existente e incluso respecto a los que acaban muriendo anualmente por Mixomatosis o NHV. De hecho, ni la presencia de un elevado porcentaje de conejo que acaba de alcanzar la madurez, lo cual reduce la dificultad de su caza respecto a los ejemplares invernales, llega a influir lo suficiente en el éxito del aprovechamiento estival como para que este pueda llegar a ser considerado perjudicial o excesivo. Por todo lo anterior, resulta llamativo y preocupante que numerosas personas ajenas al medio rural o la caza asocien la presencia tradicional de cazadores un una determinada zona o territorio y el descenso significativo del conejo en ese mismo lugar como causa-efecto, cuando poco o nada tienen que ver. Solo malas artes como el uso de hurón o sueltas de conejo no controladas (propagación de zepas de enfermedades ausentes en la zona) [4] pueden ser la causa de tales descensos, más allá de la incidencia de las enfermedades o importantes cambios en el hábitat.


En conjunto, puede decirse que un aprovechamiento cinegético tradicional como la caza del conejo en verano permite un uso de nuestros recursos con claros beneficios sociales y económicos, sin que esto suponga incidencias negativas en las poblaciones del roedor como a veces parece florecer en la lógica de muchas personas. Hagamos pedagogía y expliquemos a la gente que ni los cazadores somos un problema para la estabilidad de las poblaciones de conejo, ni tampoco los son los Búhos y Milanos por muchos ejemplares que puedan consumir a lo largo del año. Si el conejo de monte desaparece de una zona o se reduce drásticamente será por las siguientes tres cuestiones: (1) enfermedades, (2) cambio radical del hábitat o (3) un furtivismo atroz. Sin embargo, la extracción de una pequeña parte de los recursos existentes, como en cualquier aprovechamiento forestal, permite hacer un uso inteligente y sostenible de nuestro medio natural, que de otra forma se diluiría en las oscilaciones periódicas que sufren tanto las poblaciones animales como la biomasa vegetal. Un hipotético no aprovechamiento tradicional del conejo, así como el de otras especies cinegéticas (siempre que sus poblaciones lo permitan), solo implica un uso del medio ineficaz que en ningún caso facilitaría una mayor sostenibilidad de sus poblaciones, pero que acabaría con una actividad de importante calado social y económico, especialmente en el medio rural.


Por tanto, defendamos con argumentos las virtudes del aprovechamiento cinegético racional, ético y tecnificado frente a planteamientos simplistas acerca de hipotéticos perjuicios de la caza tradicional. Y como no, disfrutemos del descaste y de los lances que nos brindan los escurridizos conejos, pero sobre todo del lujo de pisar el rastrojo en un periodo del año con tanta vida y reencuentro con el que deleitarse.


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[2] Montoya Oliver, J.M. Cinegética del conejo de monte. Edit. Solitario. http://www.casadellibro.com/libro-cinegetica-del-conejo-de-monte/9788493562380/1224834



lunes, 2 de febrero de 2015

El último bando





Parece que fue ayer cuando con las primeras luces del amanecer caminábamos sobre aquellos barbechos todavía helados por la escarcha para intentar volar las perdices hacia los rastrojos. Hacerlo más tarde, una vez comenzara a calentar el sol, suponía atravesar verdaderos cenagales intransitables que sumaban kilos de barro a nuestras botas. En esas sufridas caminatas con guantes y ojos llorosos por el frío invernal era común observar cómo, tras agrupar varios bandos, llevábamos casi un centenar de perdices apeonando delante nuestra. Era a partir de media mañana cuando éramos capaces de cansar y situar a algunos pájaros en las zonas con algo de pasto y matorral para que finalmente se acabaran aplastando. En aquellos días, hará ya unos 10-12 años, disfrutábamos de magnificas jornadas de caza, en los que apenas un pequeño porcentaje de las patirrojas del coto era capaz de proporcionarnos numerosos y diversos lances.

Algo dificil de olvidar fue lo ocurrido la última jornada de caza de una de aquellas temporadas. Después de una larga mañana moviendo a un nutrido grupo de perdices, estás consiguieron torearnos y las perdimos de vista. Así, justo cuando llegabamos de vuelta a los coches sin entender donde se habían metido, vimos cómo en la lejanía arrancaron el vuelo más de cien pájaros. Aquello tuvo sabor agridulce. No fuimos capaces de acercarnos a ni una sola de esas perdices despues de varios vuelos, pero abandonamos el lugar con la grata sensación de haber dejado madre, y mucha. Esta anécdota cobra su verdadero interés por lo ocurrido en la temporada siguiente. Pasada la primavera, nos resultó extraño que viéramos tan pocas polladas, tanto en el descaste como en la media veda; pero le quitamos importancia. Llegó la general y las hipótesis más negativas se cumplieron: apenas quedaban cuatro reducidos bandos en un coto de 500 ha. ¿Dónde quedó la densidad del año anterior, donde el último día contabilizamos al menos 100 ejemplares que sobrevivieron al invierno?

Aún no sabemos los motivos concretos, pero sí que desde esa temporada la densidad de perdiz jamás volvió a sus valores anteriores. Con el tiempo nos fuimos enterando que esta situación también estaba ocurriendo en los cotos aledaños, es decir, no era algo puntual. Paradójicamente, en esa época los escasos linderos del coto fueron siendo poco a poco devorados por los cultivadores, y empezó a ser común ver tractores arando los rastrojos en pleno verano. Asimismo, alguna que otra carretera de nueva construcción atravesó el coto, convirtiendo el antiguo arroyo que serpenteaba por uno de los valles en terraplenes, asfalto y pequeñas escombreras de restos de obra. Eran tiempos en que se oía con frecuencia aquello de que España iba bien, y que el progreso recorría nuestro país.

Como era de esperar, el número de perdices fue reduciéndose cada año, con la excepción de alguna temporada donde en vez de tres bandos había cinco, pero la tendencia era clara. A día de hoy, las escasas descendientes de aquellas numerosas perdices que corríamos por barbechos y rastrojos se refugian en las cercanías de la carretera, que es donde queda algo de vegetación herbácea y refugio ante los predadores. Aún, cuando visitamos el coto en verano es posible incluso ver alguna pollada. No obstante, en invierno las escasas patirrojas supervivientes tienden a reunirse y pasar la estación juntas, normalmente en un único bando de unos 10-15 individuos.




Hoy cazar una de estas perdices, lejos de resultarnos atractivo, supone un acto de melancolía e irresponsabilidad; por eso hace años que dejamos de siquiera intentarlo. En contadas ocasiones, cuando salimos a cazar algún conejo en la General, tenemos el privilegio de ver volar a lo lejos a ese último bando, siendo a la par un símbolo de nostalgia y supervivencia. Sin embargo, queremos pensar que estas bravas aves nos están dando tiempo, y en un grito mudo nos piden una agricultura que no pulverice veneno en el lugar donde crían a sus perdigones, y que les devolvamos los linderos donde ubicaban sus nidos y esquivaban a los predadores. No dejemos a los últimos bandos a su suerte, y sobre todo, no dejemos que con el tiempo lleguen a ser también un mero recuerdo.



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